Fue de Deepak Chopra del que leí por primera vez esa ley de la Tradición según la cual todas las personas que nos encontramos en la vida son, en realidad, un reflejo de nosotros mismos. Y viceversa. Ambas almas se ven reflejadas entre sí, y así todos juntos formamos un gigantesco baile de espejitos humanos donde vamos aprendiendo los unos de los otros.

Este principio lo llevaron a su máximo esplendor en la Tradición con un ejercicio espiritual que se llama Vichara. La cosa es bien sencilla: dos personas se sientan en posición de meditación muy cerquita, con las rodillas tocándose ligeramente. Se miran. Uno de los dos realizará una sola pregunta al otro: ‘¿Quién eres tú?’ El que acaba de formular la pregunta se convierte en El Espejo durante los próximos cinco minutos. Solo tiene dos cosas que hacer: una, observar sin juicio, serenamente, sin decir nada, sin pensar nada, sin hacer nada – simplemente, observa. Y dos: no permitir que la persona que tiene que responder a la pregunta, pare de hablar. En el momento que su compañero (que está haciendo el Vichara) se pare, debe de volver a preguntar: ‘¿Quien eres tú?’ Al cabo de cinco minutos, se invierten los papeles. Es un ejercicio grupal, así que la persona que uno tiene delante cada vez va variando mucho. Y así durante días… El Vichara no es apto para todos los públicos, sin duda, pero os garantizo que el 95% de vosotros llegaríais a no pocas conclusiones interesantes sobre vosotros mismos al cabo de unas pocas horas de hacer el ejercicio, y también que encontraréis alguna que otra sorpresa agradable por el camino.

Y es que los espejos son, de por sí, mágicos desde el origen de los tiempos. Si no queréis liarla con Vicharas ni cosas raras, quédate cinco minutos mirándote al espejo. A solas. En silencio. Aguanta el tirón… No, no te has fumado nada raro: simplemente estás empezando a mirarte al espejo, así de sencillo. Ése eres tú. ¿No querías algún ‘tip’ para comenzar tu camino interior? Pues aquí tienes tu primer ejercicio de Aceptación. Boom. El trabajo de amar, entender, sanar, ayudar y respetar al tipo del espejo es, en realidad, el único trabajo DE VERDAD que tenemos que hacer en esta vida. Si el ser del espejo se siente amado, tendrá amor que repartir. Pero si se siente despreciado, desatendido y desnortado, difícilmente podrá dar lo contrario a los demás. Es un trabajo duro, pero bello. Y siempre da frutos.

El giro final de todo esto viene cuando, además, entendemos que todas y cada una de las personas que nos rodean son, efectivamente, reflejos de lo que uno lleva dentro. Dicho de otro modo: puedo ver aspectos de mí mismo reflejados en el otro, cosas «buenas» (felicidad, alegría, amor…) y cosas «que tengo que trabajar» (miedos, rechazos, vulnerabilidades…). A medida que uno empieza a discernir entre lo que tengo que trabajar(me) y lo que ya tengo superado, las personas que vibran fuera de tu camino de aprendizaje se vuelven «transparentes» para ti, porque su comportamiento ya no te afecta: puedes ver lo que son o lo que hacen (por ejemplo: un mentiroso compulsivo), pero sus acciones no provocan ninguna reacción emocional en ti; los aceptas tal cual son, lo cual no quiere decir que tengas que mantenerlos en tu vida. Todo lo contrario: ya sean personajes públicos o un familiar cercano, sabes perfectamente que su mundo no es el tuyo, que su Desarrollo Personal no es el tuyo (aunque igual de sagrado), y escoges invertir tu preciada energía en experiencias más productivas… lejos de esa persona.

El giro consciente es entender que SÍ DEBO (y necesito) invertir mi energía en aquellas personas o situaciones que despierten mi interés positivo, o despierten en mí reacciones negativas para crecer, aprender, mejorar. Esas personas son Espejos de mí. Reflejan mis emociones, positivas y negativas. Ambas. Son mis maestros. Y con mi acción y su reacción (y viceversa) nos ayudarán a entender lo que hacemos bien, y lo que hacemos mal, o mejor dicho: lo que hacemos de una forma no alineada con nuestro objetivo. Y el objetivo es uno muy sencillo: ser más feliz.

Y cuando uno es feliz, pues tiene felicidad para repartir. Sencillo, ¿no?

Pregunta al del espejo. Ése sí que sabe.

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