Hay veces que uno se lía. Se pierde en el camino. Puede ser por mil razones, pero todas tienen algo en común: te encuentras en una encrucijada, como si mil ramas estuvieran nublándote la mente. Tratas de mirar, pero no ves la salida. Casi siempre hay principalmente dos razones: perseguimos lo que creemos que es nuestro escenario de felicidad (material, profesional, familiar, personal…) o -peor aún- no sabemos lo que perseguimos…
Y un buen día, estallamos. Puede ocurrir en cualquier momento. Puedes hacerlo de manera controlada o descontrolada, pero petas. Y cuando aceptas todo lo que hay, cuando miras a tu horror personal a los ojos y le dejas existir, expresarse… te liberas. Aceptar no es dejar de luchar. Aceptar es, simplemente, dejar que tu situación vital esté, exista tal cual es, decidiendo no sufrir en el proceso. Solo entonces se despierta lo que la Tradición llama el Testigo, una especie de segunda atención donde tú mismo te observas, a ti y a tu vida, sin implicarte emocionalmente. Solo entonces pisas suelo, limpias la mente, dejas espacio al silencio interior y solo entonces empiezas a limpiar tu vida.
Ese momento donde vi mi horror personal lo viví más o menos hace 14 meses, durante una absurda discusión sobre un huevo duro con Ana, mi ex-esposa. Irónicamente, solemos despertar de nuestro letargo en las circunstancias más absurdas y aparentemente inocuas, pequeños detalles. Fue entonces cuando entendí que me había perdido: en mi vida, en mi camino profesional y en mi camino personal. Decía hace poco que la receta requiere solo tres ingredientes:
- Presencia. Para observar sin juzgar lo bueno y lo malo de mi momento vital.
- Aceptación. Lo que vi no me gustaba, pero estaba ahí. Nada de culpables, ni enemigos, ni porquéamí – solo aceptar la situación sin condiciones y reconocer el trabajo que me quedaba por hacer.
- Compasión. De que no soy perfecto y de que no he hecho nada malo – solo he tratado de lograr unos hitos equivocados, alejados de mi camino y (sobre todo) de cómo quiero vivirlo. Compasión para conmigo mismo en primer lugar, y para el resto por extensión.
Esos tres ingredientes me dieron la fortaleza para tomar esas decisiones que te cambian la vida: cerrar lo más amorosamente posible mi matrimonio con Ana Cruz, mantener mi Presencia en la vida de mi hijo, abandonar el Instituto de Fotografía Social que yo mismo fundé. Limpiar mi mente. Toca currar: reconsiderar cómo puedo seguir aportando en el mundo de la docencia, redescubrirme mi fotografía y videografía, ambas renacidas con más fuerza ahora que tengo menos ramas en la mente. Amar más y mejor a los que están a mi lado. Limpiar mi vida. Y last but not least acepté que yo ya no soy el que era y plasmarlo en mi nuevo nombre, Yoel, cuya historia sin duda se merece su propia entrada en esta bitácora. Me ha costado un año entero entender la situación, pero como decía un antiguo socio mío, «cada día un pasito, Masyebra. Pequeño, pero cada día uno».
El resultado es un hombre más limpio, más sereno y más silencioso, a pesar de que haya una o dos asignaturas donde sigo en el Muy Deficiente. Pero sobre todo, más Presente.
Todo vale, si das pasitos. Sin parar. Aquí y Ahora.
Disfrutad.
P.D. Más adelante, la Compasión dejó paso a la Confianza; pero eso es otra historia que te cuento aquí.
:: Dedicado a Ariana ::